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#151 ¡Para Ti es mi música, Señor!




Este pesebre lo compré en el centro histórico de Lima, Perú, en noviembre de 2014.
Es una sola pieza de cerámica, para colgar, de tamaño pequeño y vivos colores.
Junto a la representación del pesebre, se ve un dibujo, de estilo incaico, de un músico danzante, tocando un instrumento de viento.
Es notable cómo la música atraviesa la historia del pueblo de Dios. Himnos, cánticos, salmos y danzas se reiteran en los relatos bíblicos.
Incluso en el nacimiento de Jesús está presente la música a través del canto de los ángeles (Lucas 2,13-14).
En el libro de los Salmos hay reiteradas invitaciones a los cantos de alabanza y a tocar música, con los más diversos instrumentos, para honrar a Dios.
El último de los salmos, el 150, es uno de los mejores ejemplos:
"¡Aleluya!
Alaben a Dios en su Santuario,
alábenlo en su poderoso firmamento;
Alábenlo por sus grandes proezas,
alábenlo por su inmensa grandeza.
Alábenlo con toques de trompeta,
alábenlo con el arpa y la cítara;
alábenlo con tambores y danzas,
alábenlo con laudes y flautas.
Alábenlo con platillos sonoros,
alábenlo con platillos vibrantes,
¡Que todos los seres vivientes
alaben al Señor!
¡Aleluya!"
Tan solo la reiteración del "alábenlo" tiene su propia cadencia musical... La decena de veces que aparece este imperativo es, según explicó en una de sus tantas catequesis san Juan Pablo II, "canto perenne" y así la "alabanza a Dios se convierte en una especie de respiración del alma, sin pausa".
"Mi corazón te canta sin cesar", entona el salmista (30,13).
Es esta misma idea, la del canto constante de alabanza a Dios, la que anima la vida de oración.
Desde la Liturgia de las Horas, uno de cuyos ingredientes fundamentales es el canto de los salmos y cuyo rezo atraviesa toda la jornada, hasta la oración contemplativa, que impregna la vida toda, el espíritu que prima es el del orar sin cesar (1 Tesalonicenses 5,17, Efesios 6,18), como un modo permanente de ser y vivir en relación de amistad y comunión con Dios.
La propia vida se transforma así en alabanza que agrada a Dios. No es ya tan solo el canto de un himno, una liturgia bella y armónica... son nuestros labios, pero también nuestros silencios orantes, nuestros testimonios y nuestras obras, en fin, nuestra vida entera la que canta las maravillas de Dios...
Y esto solo es posible cuando nos volvemos "instrumentos musicales" en las manos de Dios, nos dejamos transformar en caja de resonancia del "cántico nuevo"... y entonces suena por fin la melodía que Él compuso para nosotros desde la eternidad...
Que todos alcancemos la gracia de poder cantar con toda verdad: "¡Para Ti es mi música, Señor!" (Salmo 100).


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